sábado, 3 de enero de 2015

Seifuku

制服

“Miren, allí va la santurrona” estaba acostumbrada a escuchar de sus compañeros. Ni siquiera se tomaban la molestia de saber su nombre, o al menos de llamarla por su apellido, el cual era tan tradicional como la patria en que vivían. Mokuda Chiawako no era la chica que exaltaba su belleza, ni se “disfrazaba”, como ella misma le decía al maquillaje, para atraer miradas. Tampoco le preocupaba el hecho de tener su cabellera revuelta con los rizos que heredó de su madre occidental, ni menos se interesaba en mantener el uniforme como las otras chicas, arriba de la rodilla. Ella creía fehacientemente que eso era un signo del poco amor propio que sus compañeras intentaban exhibir. Sin embargo, su aspecto era motivo de burlas en su colegio. Las reglas de vestimenta decían claramente que las estudiantes féminas tenían la libertad para escoger una falda corta, dos dedos arriba de la rodilla, o usar un faldón, dos dedos arriba de los tobillos. Mokuda había escogido la segunda opción, por adecuarse a su código de honor. “¿Qué importa si escojo cuidar mi dignidad?” Pensaba la joven, pero lamentablemente al ser la única estudiante que cargaba con tal decisión, la muchedumbre se divertía acosándola. “Santurrona” era lo más suave que le decían, siendo lo más grotesco palabras que ya a Mokuda no le afectaban para nada. Aquellos cuchillos filosos ya no penetraban su piel nunca más, ya que su deslenguada actitud quebrantaba la autoestima de sus agresoras. Aunque no siempre podía cantar victoria. Como aquel soleado jueves.


En la ceremonia del inicio del segundo trimestre, un puñado de gals se reunió en el estante de Mokuda, esperándola como hienas bronceadas y maquilladas como lo dicta la idol de turno occidental. Al llegar la muchacha, la rodearon dejándola en medio, gruñéndole por ser como es, criticando como mecanismo de defensa. Ella trataba de zafarse, pero el grupo era más fuerte que su pacífico espíritu. “Déjenme tranquila” decía la chica mientras se le crispaban sus rizos al enojarse, pero eso hacía que sus agresoras sintieran más placer.

“Aléjense de ella” escuchó decir desde afuera del muro de estrógeno.

Y ellas obedecieron.

Eso dejó perpleja a la víctima, la cual se restregó los ojos al encandilarse con un inusual brillo que emanaba una figura misteriosa, que se acercaba hacia su persona. Un chico alto, de un grado superior, avanzó por el camino que abrieron las chicas, quedando frente a los ojos asustados de Mokuda. “¿Estás bien?”, preguntó chequeándola visualmente, y al ver que no estaba herida sonrió traviesamente con unos ojos rojos risueños. “Lo que acabas de hacer empeorará las cosas, idiota”. Refunfuñó la muchacha y se fue, no sin antes darle un empujón a su salvador.

Puede que el chico no hubiera entendido a lo que se refería, pero ella lo sabía. Al estar tanto tiempo sola había descubierto que quien intentara hablarle o acercarse a ella, sus abusadores los hostigaban, humillándolos por escogerla. Aunque eso no le importaba, estaba acostumbrada a obviar su entorno.


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El fin de las clases significaba una jornada de libertad en las estrictas normas de la sociedad de aquel país, y todos los estudiantes aprovechaban de participar en una actividad extracurricular, y para el salvador de Mokuda, no era una excepción. Pertenecía a un conjunto musical con sus amigos de Segundo, y pasaban toda la tarde ensayando temas de sus bandas favoritas, tanto locales como europeas. Ese día particularmente se habían quedado hasta el atardecer, por bromear de más mientras guardaban los instrumentos en el salón de música. Ser el último en irse de la escuela lo ponía nervioso, ya que rondaban historias de fantasmas, brujas y demonios, que cobraban vida tras ponerse el sol. Un sollozo lo asustó al salir del aula, y sigilosamente lo siguió, para convencerse a sí mismo que tales fantasías eran infantiles. Su cabellera blanca se agitaba al bajar escalón por escalón, persiguiendo el enigmático sonido. Su sorpresa fue grande, cuando vio a una muchacha sentada al medio de un salón de clases, cabizbaja y con las piernas temblando, rasguñadas y rojas, siendo cubiertas únicamente con un harapo, que supuestamente debía ser una falda. Los ojos rojos del muchacho se posaron sobre ella, musitando unas reconfortantes palabras de aliento a la pobre chica, que recordó que había protegido esa misma mañana.

“¿Te dije que iba a ser peor, no?” Respondió la muchacha enjugándose sus lágrimas de inocencias rotas con el dorso de su mano, hinchada a causa de una defensa de algo que creía imposible, un ataque contra ella y no contra su salvador. “Esas estudiantes tenían escondidas tijeras y cuchillos cartoneros, me esperaron tras la salida para acorralarme nuevamente y adecuar mi aspecto”. “Pero eso fue hace horas, mujer, ¿Por qué no te has ido?”, preguntó el chico preocupado, a lo que ella respondió con un chasquido de su lengua y no le prestó atención. Al ser ignorado, el muchacho de cabellera blanca sacó de su bolso un pantalón, y le dijo “Tómalo”. Ella perpleja lo miró disimulando una mueca de asombro, y al darse vuelta el chico, se los puso. Tuvieron un momento de silencio, el cual fue roto por el chico, preguntando si su nombre era Mokuda. No le sorprendió a la chica oír su apellido, ya que muchos la llamaban Mokuda la santurrona, y por varias semanas estuvo dibujada en el baño de hombres una caricatura que afirmaba lo que la Santurrona escondía debajo de su faldón. Algo más dijo el muchacho, pero al estar absorta en sus pensamientos no lo oyó. Él, enojado, la levantó y se la llevó en su espalda, “Te pregunté si podías caminar, pero como no respondiste, te llevaré”.

Luchó en vano para bajarse, pero el muchacho la sujetaba cada vez más fuerte. “¿Por qué haces esto, tú…?” preguntó exasperada Mokuda, y él vagamente respondió “porque lo quise, ¿Y qué? Ella no entendía si un chico de aspecto tan genial -que asumía era aborrecidamente popular por su aire rebelde pero a la vez principesco y gentil- la estaba ayudando. “Si es tu forma de hacer actos buenos y sentirte bien contigo mismo, pierdes tu tiempo, no me interesa lo que me hagan los demás…”. Sin embargo el chico quedó pensativo, y no cruzó más palabras con ella. La llevó caminando hasta su casa, y ella se sorprendió que este senpai supiera su dirección. En la puerta de su casa, la miró por última vez antes de desaparecer entre la noche, y le dice “Si de verdad quieres defenderte del mundo, utiliza ese faldón a tu favor. No solo las palabras te salvarán”.

A la mañana siguiente el acoso no cesó. Una pareja se encontraba toqueteándose y besándose alocadamente sobre su banco, como si con cada caricia en los muslos de la chica sentenciaran Esto es algo que jamás experimentarás con ese faldón que llevas puesto. Aquello asqueó a Mokuda y entre arcadas, se acercó como si nada al salón, acaparando las miradas de sus compañeros. Afuera iba pasando su salvador y miró divertido la situación: La muchacha del faldón levantó su pierna, dejando ver vendas atadas en ella, y pateó lo más fuerte posible la mesa donde los amantes se estaban enroscando, sobresaltando a ambos cuerpos y haciendo que se golpearan en la cabeza y se mordieran mutuamente, sangrando. Entre gritos e insultos se alejaron ambos agresores transformados en víctimas, siendo ahora la estrella de la situación Mokuda la Santurrona. Al fin tuvo una victoria, sin necesidad de héroes.

Al terminar las clases, la muchacha se acercó al salón donde su salvador asistía. Al verse nuevamente, ella estiró una bolsa de papel mediana, como de las que se dan para regalo. “Muchas gracias por tu ayuda” fue lo que cortésmente logró decir Mokuda tras toser un poco, sonrojada. “No hay de qué, pandillera”, rio el chico rascándose la cabeza. “¡Oy, Gin, vamos andando que tenemos una presentación en unas horas! ¡¿Eh?! ¿Estás hablando con la santurrona, idiota? Nos traerá mala suerte” dijo un compañero de él, con una funda en la mano, visualmente pesada. “He vivido al lado de ella por cuatro meses y no me ha traído mala suerte…” Dijo tranquilo Gin, mirando sin preocupaciones hacia su interlocutor. Mokuda captó por fin por qué sabía dónde vivía, pero su mueca anonadada fue imposible de ocultar. “Deberías prestar más atención a tu alrededor, Chiawako-chaan~”, le susurró antes de partir el muchacho, riéndose de una estupidez que le dice a su amigo delante de él.


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Caminando hacia su casa, Mokuda pensaba en lo que había sucedido, y cómo las cosas terminaron así. Recordaba que hace unos meses una nueva familia se había ido a vivir a los departamentos donde ella rentaba con su madre y su padre, pero no había ido a recibir el típico obsequio que se proporcionan en aquellas ocasiones. Supuso, que allí se presentó este muchacho, Gin. “¿Cuál era su apellido?” se repetía despistada peinándose los rizos de su frente. “Tendré que usar nuevamente un cintillo para poder ver mejor” pensó finalmente cambiado el tema en su cabeza. Sin embargo, había algo que no le cuadraba.

¿Por qué la ayudó?


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Su racha de victoria acabó el lunes por la mañana, cuando encontró su banco bañado en preservativos usados. Rebelión contra su dictamen, aseguró su mente. Se limitó a suspirar, cuando a sus espaldas una risita femenina resopló en forma de triunfo. “Como no te gusta el sexo, pensamos que debíamos acercarlo más a ti. Quizás nunca tendrás la oportunidad de ver uno utilizado, ¿No crees?” La chica que le hablaba era la que se adjudicó el título de la más bella de la clase, Biito Aika. Ella le hacía honor a su nombre gracias a sus enormes ojos índigo y penetrantes, que resaltaban de su cabello negro como el azabache llevado a la usanza de las antiguas sacerdotisas. Sin embargo su bello rostro se vio abrumado cuando una de sus amigas fue tomada súbitamente por Mokuda, y estrelló su rostro contra su banco. “Si vas a mostrarme cómo es el semen, también muéstrame lo que hacen con él. Pero como eres Aika-san, la doncella de la pureza no puedes, ¿Verdad? Mejor se lo pido a una de tus amiguitas pervertidas”. El salón entero calló, igual que las chicas que empezaron el alboroto. Se habían aglutinado en la puerta espectadores de otros cursos, y entre ellos, los amigos de Gin, y él mismo en persona. Mokuda se sintió terrible luego de ver lo que hizo, sus pies retrocedieron como reflejo, y al disculparse en estado de shock, se abrió paso entre la muchedumbre y huyó.

En su vida escolar jamás se había comportado así, pero en el último año no le quedó de otra que adaptarse para sobrevivir. Seguía creyendo que la culpa la tenían las estudiantes por llevar el uniforme de exhibicionista, donde ni ellas ni los demás las respetarían. Pero tampoco se sentía respetada por optar por uno recatado. Creía que su cuerpo sería violado con las miradas de sus compañeros si usaba una falda corta, o que sería seriamente acosada por estudiantes de otros colegios si acentuaba sus rasgos occidentales con maquillaje. Se sentiría insegura, disfrazándose como una chica normal y bella. Pensando en ello, unas lágrimas brotaron de sus ojos, y dejó de correr para enjugárselas con sus manos sucias. Sintió el olor de la broma que sus compañeras le habían hecho, y la cruda realidad la golpeó en sus entrañas, provocándole nuevamente arcadas. La poca seguridad que sentía, llevando la fortaleza impenetrable de su uniforme se esfumaba delante de sus ojos, mezclada con la viscosidad que fluía de sus manos. Más lágrimas caían de su rostro, juntándose con la horrenda mezcolanza de asquerosidades que sostenía, ya sin fuerzas. Apoyó su espalda en una muralla, lejos de todo lo malo. Unos pasos se acercaron a ella, y una mano le ofreció consuelo. Mokuda respingó su nariz y un sonido de congestión salió de su boca y giró la cabeza. El cuerpo delante de ella bufó molesto y con una toalla le limpió las manos. “Lamento lo que mi estúpida hermana hizo, Chiawako”. Ella reaccionó ante la voz familiar. Se secó las lágrimas de sus ojos oscuros con las mangas y vio que la silueta se tornó nítida y Gin apareció arrepentido en su lugar. Ahora todo tenía sentido para la pobre muchacha. Su salvador no era nada más que el hermano mayor de su agresora más habitual. Aika la molestaba desde principio de año, al chocar ambas con los cánones de belleza impuestos por las faldas cortas. De hecho, las gals que la hostigaron eran estudiantes de tercero que la doncella de la pureza había convencido para que la agobiaran y cortaran su falda. “Así que no eres más que el gentil hermano mayor que enmienda las atrocidades de su hermanita” sentenció, a lo que respondió apresurado él “Te equivocas, estoy molesto con ella por las estupideces que te ha hecho, pero no es por lástima que…”. “¿Qué? ¿Acaso me cuidaste por otro motivo? No te creo.” Replicó cortante la muchacha, crispada de decepción. “Te creía genial, y hasta pensaba que podrías ser mi amigo. Fuiste el único que no tuvo miedo de las consecuencias por hablarme. Ni tampoco pasaste de largo como el resto cuando me atacaron”. Escondió su mirada por un momento entre sus manos y luego de un sollozo terminó de hablar “Te vi como mi salvador, cuando me llevaste en tu espalda a casa. Pero no soy más que la vecina que tu hermana acosa, ¿Verdad?”.

“¿No me digas que… te ilusioné?” Preguntó sorprendido Gin dejando que se deslizara la toalla de sus manos “Chiawako, yo…”. Pero Mokuda Chiawako se alejó, abriendo la puerta de la azotea.

Desde ahí los otros estudiantes se veían tan pequeños, y los castigos causados por ellos no significaban nada contra el viento que soplaba en su cara y agitaba sus rizos cafés. Su faldón bailaba al compás del mismo viento obligando a la muchacha a dar pequeños pasos a favor de la corriente. Gin la seguía con la mirada, triste, dolido por las palabras de la chica. Pero al verla acercarse demasiado al borde del edificio, corrió para detenerla. Logró sujetarla antes de que sus pies se equilibraran en la orilla, y la lanzó al piso, sometiéndola con su cuerpo. “¡Déjame así, maldición!” Lloraba abatida Mokuda “No sirve de nada que esté acá, si ni siquiera el uniforme me puede salvar de lo que me hacen”. “¡El uniforme no tiene nada que ver con lo que te pasa!” Le gritó el muchacho que la sujetaba de las manos para evitar que ella lo golpeara “Es tu actitud lo que los lleva a atacarte”. La chica lo miró sin entender, había pasado mucho tiempo culpando a una vestimenta sin valor como para que de pronto entendiera que todo era por su actitud. “¡No importa si usas una falda larga o una corta, si te arreglas como una idol o no, en el fondo es tu actuar lo que queda! Te han molestado a tal punto, porque siempre fuiste pasiva, y jamás les mostrarte un límite. Te dije que te comportaras como las pandilleras que se visten como tú, así aunque sea te respetarían”. Chiawako dejó de llorar, y solo lo miraba, nerviosa. Su cuerpo se sentía pesado, al tener encima al chico que era su salvador, su vecino y además, su consejero, y eso le provocaba que de su estómago extrañas sensaciones subieran por su pecho, haciendo que su corazón estuviera a punto de salirse. Ya no sabía qué hacer, y solo entreabrió sus labios tratando de respirar. Gin tomó esa oportunidad para robarle un beso, recorriendo con su lengua el interior de la boca de la chica. La cabeza de la muchacha ya no podía pensar con claridad, y su vista se nubló en cuanto las manos firmes y grandes sujetaron con fuerzas sus muñecas. “¿Quieres que te muestre de verdad lo que mi hermana trató de hacer?” preguntó al separar sus labios de los de ella, a lo que fue respondido con un sutil gemido. Volvió a besarla, pero con más suavidad, y su cuerpo la empujó para sentarse sobre él. Con sus manos levantó el faldón que protegía las piernas que ya había visto antes, y la tocó suavemente mientras acariciaba con sus labios el cuello de Chiawako. Recorrió sus muslos y los posó sobre sí mientras que con sus dientes desataba el lazo de la blusa de la chica. Ella emitía ruidos desconocidos, que su mente no lograba procesar, y entre los espasmos que sus manos recibían desde el fondo de su cuerpo, logró quitarle la chaqueta del uniforme a su compañero. Gin guio con sus manos los dedos de la muchacha para desabotonar su camisa, y hacerla que también acariciara su pecho en señal de pasión. Entre caricias y besos, Mokuda Chiawako se dejó embriagar por el aroma penetrante del perfume de Gin, rindiéndose suavemente a sus encantos, y a los placeres que su cuerpo pedía tras las caricias constantes del muchacho.

“Bi… ito… Gin…ma” susurró sensualmente Chiawako, recostada en el piso aprisionando las caderas del muchacho con sus piernas “Yo también sé tu nombre”. A lo que él respondió con una sonrisa, cerrando sus ojos y dejando caer una gota de sudor. La muchacha acercó con sus manos la cara del muchacho, empapada de sudor, y roja. Separó de sus ojos parte su cabello y lo tiró fuertemente hacia ella, también robándole un beso. Él rio traviesamente, y sacó de su bolsillo un paquete pequeño, mostrándoselo “Ahora lo verás en acción”, a lo que ella responde con un empujón. Acto seguido, ambos se perdieron el uno dentro del otro, complacidos y sintiendo el universo destruyéndose y armándose entre sus cuerpos. Unidos, sentían un poder que subía con cada envestida, y se perdía pero intensificaba a la vez con el gemido de ambos. Gin tomó los senos de la chica, masajeándolos al compás de sus movimientos, y ella se afirmaba de los hombros gruesos del muchacho, arqueando su espalda como por reflejo. Por un segundo se miraron fijamente, cara a cara, semidesnudos y con sus corazones alborotados, a lo que él la toma de sus caderas y la vuelve a levantar. El roce de sus cuerpos inmersos en ellos mismos y el piso provocaron que algo extraño y caliente fluyera del cuerpo de Chiawako, y asustada contrajo su cuerpo. Deteniéndola justo a tiempo Gin, sujetó y apretó su vientre suave, virginal, y le susurró que lo deje salir, y eso lo hará feliz. Ahogándose en un grito sordo de pasión ella responde relajando su cuerpo, y dejó salir la muestra máxima de goce. Sintió cómo su cuerpo se derretía en esa extraña pasión, deseando cada vez más que Ginma se acostara sobre ella y la abrazara para sentirse pequeña bajo su cuerpo. Él se mecía mientras el orgasmo de Chiawako se lo llevaba lejos, y justo antes del éxtasis final que su cuerpo prolongó el mayor tiempo posible, lanzó una confesión amorosa, provocando un torbellino de emociones que lanzó finalmente dentro de ella, pero que la barrera anteriormente impuesta impidió que se extendiera para siempre en su interior.

Ambos, Biito Ginma y Mokuda Chiawako cayeron rendidos ante la extraña confesión, y él, respondiendo a los deseos ocultos de su acompañante, la abrazó fuertemente “Te quiero, pandillera. Déjame estar junto a ti y te protegeré”. A lo que ella respondió “Solo si me sigues protegiendo de esta forma, Ginma ~ ”.

Por Pirika Zaoldyeck.

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